Comisario: Chema Conesa
La pasión de Juan Manuel Díaz Burgos (Cartagena, Murcia, 1951) por la fotografía ha sido ferviente a lo largo de toda su vida. Le regalaron su primera cámara a los doce años, una Kodak Retinette, con la que empezó a realizar sus primeras imágenes en el entorno familiar. A los 24 años se compra su primera cámara réflex, una Canon FTB, y monta un laboratorio en el cuarto de baño de su casa. A partir de entonces comienza a tomar sus imágenes de manera disciplinada, con un planteamiento detrás y comienza a participar en concursos de fotografía. Su talento no tardó en ser reconocido. En 1976 ganó el Primer Premio Villa de Luanco, dotado con 5.000 pesetas. Paralelamente, trabajaba en aquella época como funcionario civil al servicio de la Armada, en el taller de torpedos de La Algameca, en Cartagena, como especialista eléctrico y, a partir de 1984, como profesor técnico de electricidad en un Instituto de Formación Profesional hasta su jubilación. La fotografía siempre fue un arte que cultivó en su tiempo libre, y de manera autodidacta. Pero a pesar de ello, Díaz Burgos se ha convertido en uno de los grandes maestros españoles de la fotografía documental. El pasado 2017, recibió en PHotoEspaña el Premio Bartolomé Ros a la mejor trayectoria fotográfica, y desde el pasado mes de diciembre, la Comunidad de Madrid le dedica una gran exposición en la que se pueden contemplar sus trabajos realizados a lo largo de 35 años (1982-2017).
Bajo el título Dios iberoamericano se exhiben en la sala de Arte Canal de Isabel II (Calle Santa Engracia, 125) una selección de más de 150 fotografías que podrá visitarse hasta el 4 de febrero. Para quienes ya conozcan el espacio, sabrán que las paredes del antiguo depósito del Canal de Isabel II irradian un aura de misterio que cohíbe, en cierta medida. Algo parecido a los escenarios que Díaz Burgos inmortaliza en sus fotografías. El enigma y la fuerza abrumadora que desprenden los ritos religiosos que ha registrado en sus viajes por Iberoamérica y distintos puntos de España. Y es que Díaz Burgos es un fotógrafo de la calle por naturaleza y sus imágenes demuestran su gran capacidad para empatizar con los distintos pueblos y sus gentes. Cámara en mano, ha recorrido países como Perú, Jamaica, Costa Rica, México…siendo Cuba y Santo Domingo los lugares clave de su experiencia en América Latina (aunque el punto de inflexión en su carrera artística fuese el viaje que realizó a Perú cuando su amigo Juan Manuel Castro Prieto -Premio Nacional de Fotografía en 2015- le pide que le acompañe para positivar la obra de Martín Chambi). Su campo de trabajo, especializado en documentar la tradición cultural religiosa, ha dado lugar a esta propuesta expositiva en la que se plantea un diálogo abierto para reflexionar sobre las semejanzas y diferencias existentes entre las costumbres religiosas de España e Hispanoamérica.
Como es bien sabido, la Conquista iniciada por los Reyes Católicos en 1492 obligó a los pueblos indígenas a adoptar nuestra religión y nuestro idioma. Comenzaron evangelizando y bautizando a las clases más humildes del estrato social. Es por ello que en América Latina, el catolicismo se ha construido desde lo popular. Las primeras iglesias se construyeron sobre los recintos de culto indígena y fueron ellos mismos los encargados de la decoración de los nuevos templos. Tanto en las fotografías de la sala como en los murales que complementan el contenido de la exposición se puede apreciar cómo la expresión pictórica de las representaciones cristianas en Iberoamérica nace del mestizaje con su cultura de origen. Por ejemplo, dibujaron ángeles con armas de fuego, arcángeles y santos a lomos de amenazantes caballos (para ellos eran una novedad) y escogieron fisionomías indígenas para representar la imaginería católica. Este modo de proceder, que fue tolerado por el plan evangelizador español como forma de acercamiento, ha dado lugar a una simbología propia y diferente en cada uno de los territorios pudiéndose apreciar su idiosincrasia a pesar del sincretismo.
A fin de constituir un montaje alejado de la monotonía, las imágenes se han organizado en dípticos, configurados por el propio artista (al igual que en los periódicos la imagen de la derecha es la más potente), y el comisario de la exposición, Chema Conesa, los ha distribuido con acierto a lo largo del espacio, alternándolos con grandes murales y citas de célebres escritores como Hermann Hesse, William James u Oscar Wilde. Además, el espectador es recibido con la tenue luz de unos cirios que iluminan el espacio central de la planta baja, en el que se ha creado una capilla. A pesar de que algunas de las parejas de imágenes hayan sido tomadas con más de dos décadas de diferencia, es como si no hubiera pasado el tiempo (al aproximarse se aprecia el grano de las más antiguas, a diferencia de la resolución que ofrecen los píxeles de las más recientes). Todas reflejan escenas extraordinarias del día a día, costumbres que nunca se pierden, y quizás por eso, resultan sorprendentemente actuales. La fuerte identidad de las personas y el paisaje de cada fotografía hacen que el espectador imagine la historia que se esconde tras cada una de ellas. Con el valor añadido de que el paso del tiempo permite construir nuevas visiones.





